La organización asociada Servicio Paz y Justicia Paraguay reflexiona sobre la situación del derecho a la educación en la emergencia sanitaria que vive nuestro país.
Del derecho aplanado y del MEC en cuarentena
La educación en derechos humanos es la traducción pedagógica del proyecto político que se deriva del derecho a la educación. Esta concepción sigue sin encontrar su lugar en nuestra educación pública y en tiempos del COVID19 la incertidumbre se instala aún más.
Con la llegada del coronavirus a Paraguay, desde el Ministerio de Educación y Ciencias (MEC) se impulsó una propuesta de educación virtual dirigida a docentes y establecimientos escolares que no contaban con las experiencias ni con los recursos culturales y tecnológicos básicos para garantizar la continuidad pedagógica en entornos digitales. Son duros los datos: apenas el 81% de los niños y adolescentes de 5 a 17 años en edad escolar cuentan con conexión a internet en las viviendas y ocho de cada diez no tienen siquiera una computadora.
¿CÓMO HACER EFECTIVO EL DERECHO A LA EDUCACIÓN EN UN ENTORNO DIGITAL? LO ELEMENTAL ES QUE DICHA APUESTA NO PUEDE REDUCIRSE A TRASLADAR LA RUTINA PRESENCIAL A LA MODALIDAD VIRTUAL
¿Cómo hacer efectivo el derecho a la educación en un entorno digital? Lo elemental es que dicha apuesta no puede reducirse a trasladar la rutina presencial a la modalidad virtual; la idea no se agota en el simple expediente de “poner online” algunos recursos. El entorno digital interpela la estructura escolar tradicional, obliga a repensar la organización del tiempo, a revisar las prácticas pedagógicas, a reformular los espacios de producción de conocimientos.
Si cruzamos derecho a la educación y entorno digital, debemos enfrentar el desafío de asumir nuevas decisiones curriculares, explorar nuevos espacios de aprendizaje y discutir acerca de nuevas formas de evaluación. De hecho, todo lo anterior son tareas que hace tiempo debían realizarse a fin de conectar de manera más creativa el derecho a la educación con la compleja, desigual y variada realidad de nuestros entornos educativos. En términos cotidianos, esto se suele señalar con la expresión: las autoridades del MEC deben saber que “Paraguay no se acaba en Calle Ultima…” y podemos agregar que dentro de Asunción también conviven varias ciudades.
De hecho, el coronavirus opera como un intenso analizador social en el sentido de acelerar contradicciones, vacíos, vacilaciones que arrastramos por décadas. Y en ese sentido muestra al MEC como una institución con carencias para proponer y sostener una propuesta pedagógica en entornos digitales (en el entorno presencial de hecho ya venía derrumbándose desde hace bastante tiempo), también lo exhibe con dificultades para la distribución de los kits de alimentos.
Se necesitaron cuatro comunicados, dos tuitazos y casi cien cadenas de WhatsApp, de acuerdo a la crónica del Surtidor, para que el ministro de Educación se manifestara finalmente a fin de informar sobre el cómo de la entrega de almuerzo y merienda escolar en forma de kits de alimentos. Todo el proceso fue seguido de cerca por una campaña desplegada por estudiantes con el hashtag CuarentenaSinHambre. Y este fue el momento en que el derecho a la educación evidenció su particular aplanamiento: resultó más intensa la demanda al MEC para cumplir en forma la entrega de los kits de alimentos que la exigencia de una educación de calidad. El MEC asumió el formato galpón, ese espacio donde es posible depositar una diversidad de cosas, según las necesidades y urgencias de las coyunturas. Es como si colectivamente se hubiera asumido que, desde lo pedagógico, el MEC quedaba efectivamente en cuarentena y entonces la exigibilidad se dirigió para que al menos los kits de alimentos lleguen en tiempo y forma.
¿Estamos en guerra?
¿El aplanamiento del derecho a la educación es efecto de la guerra librada con el coronavirus? Al menos oficialmente y luego en las redes, se nos propuso la metáfora de la guerra para ponerle palabra a lo que se nos vino con la pandemia. Asociado a esa metáfora que en nuestro imaginario posee resonancias de la guerra guasú, de héroes, de heroicas batallas, también se fue instalando el necesario disciplinamiento social que intervino sobre aspectos hasta micromoleculares de nuestros ritos cotidianos. Distanciamiento social, lavarse las manos, usar mascarillas, se transformaron en órdenes necesarias de encarnar para alejar la amenaza de un ‘enemigo invisible’ que estaba ralentizando el mundo.
Pero la metáfora de la guerra muy pronto fue desbordada por la catástrofe social. Para un mayoritario sector de nuestra población, las nuevas rutinas promovidas como estrategias de enfrentamiento de la amenaza, en realidad se tornaban amenazantes para la reproducción cotidiana de sus vidas. Es allí donde el Estado paraguayo, esa institución que posee más instancias punitivas que de bienestar, se enfrentó a la realidad de su tremenda fragilidad e inexperiencia para llevar adelante tareas básicas de protección de derechos.
SI INSISTIMOS CON LA METÁFORA DE LA GUERRA, NUESTRO ESTADO EN REALIDAD CONOCE MEJOR OTROS MODOS DE GUERRA
Si insistimos con la metáfora de la guerra, nuestro Estado en realidad conoce mejor otros modos de guerra. Guerra híbrida es uno de sus nombres (los manuales de contrainsurgencia de EEUU apelan a esa expresión) y en nuestro país fueron un poco más de dos décadas en que una modalidad de esa guerra ejecutó e hizo desaparecer a 115 (es la cantidad que fue posible registrar) dirigentes y miembros de organizaciones campesinas. Poder Judicial, Ministerio del Interior, Ministerio Público, Fuerzas Armadas, bandas parapoliciales, terratenientes, intereses corporativos del agronegocio y líderes políticos tradicionales conformaron una criminal asociación para ejecutar lo que el informe de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (CODEHUPY) denominó Plan Sistemático de Ejecuciones en la Lucha por el Territorio Campesino.
En términos de garantía de derechos de los campesinos, una investigación publicada en el 2015 daba cuenta de una realidad devastadora (que es lo que deja la guerra): “Desde la perspectiva de derechos y, en particular, en materia de reforma agraria, la situación actual de las personas campesinas remite a un estado de fraude constitucional”.
Lo anterior es un boceto de la vida normal en Paraguay antes del COVID19: una población permanentemente asediada mediante una guerra ubicua que combinaba básicamente la represión con la asistencia puntual de algunos programas de lucha contra la pobreza. Al interior de la guerra fueron beneficiados con tierras malhabidas tres titulares del Poder Ejecutivo que administraban un Estado capturado por el sector privado. Y nunca fue casual que la mayor participación del sector privado en la captura del Estado se registrara en el ámbito agropecuario y del medio ambiente. Verónica Serafini nos recuerda que el sector agropecuario es justamente uno de los más conflictivos y con mayores asimetrías de poder. “Los gremios que representan intereses empresariales integran y forman parte de la toma de decisiones que afectan y guardan una relación directa con los conflictos en el campo, la baja gobernabilidad y la baja confianza en las instituciones públicas”.
Esta es la normalidad institucional del Estado en nuestro país sorprendida por la pandemia: vaciada en su capacidad mínima para garantizar derechos, en su manejo puntual de datos claves (ni siquiera dispone actualmente de datos consolidados acerca de las empresas relacionadas con el sector de la construcción), ni de contar con una población con acceso a las famosas TICs (Tecnologías de Información y Comunicación). Y el derecho a la educación resulta particularmente sensible a este entorno. Es preciso mucha magia y arte conceptual para ofrecer educación de calidad con perspectiva de derecho en una sociedad que, entre otras cosas, posee el sistema de salud más desigual de la región.
¿Transformación educativa?
El pasado 2 y 6 de marzo se realizó la segunda ronda de mesas técnicas desarrolladas en el marco del proyecto “Diseño de la Estrategia de Transformación Educativa del Paraguay 2030”. Inicialmente la presentación del documento marco que regirá la política educativa hasta el 2030 estaba prevista para el mes de diciembre. Dicho documento sería la base para construir la hoja de ruta 2020-2030 basada en los acuerdos políticos, la presentación del mencionado documento en el segundo congreso nacional y la difusión masiva del mismo a través de una campaña de comunicación a nivel país.
EN EL MARCO DEL MODO CORONAVIRUS DE VIVIR, DEBEMOS NO SÓLO AJUSTAR LA AGENDA SINO REFORMULAR TODO EL PROCESO.
En el marco del modo coronavirus de vivir, debemos no sólo ajustar la agenda sino reformular todo el proceso. No sería lo más recomendable apelar al recurso de mover apenas el calendario previsto sin volver a pensar lo conversado a partir de la catástrofe social institucional que se desplegó. “Ojalá no volvamos a la normalidad”, señala en una entrevista Guillermo Sequera, Director General de Vigilancia de Salud del Ministerio de Salud Pública. Y un eje importante de ese no volver a la normalidad implica, desde la perspectiva de derechos, “dejar de naturalizar un montón de injusticias”. Supone dejar de lado ese modo de guerra híbrida que caracteriza al funcionamiento estatal (y que resultó letal para los líderes y miembros de organizaciones campesinas asesinados durante todo el llamado proceso democrático). Las diversas formas de la violencia familiar con sus frías pero dramáticas cifras de feminicidios también formaban parte de esa normalidad pre COVID19. Recordemos que la OMS ya había incluido a esas cifras como expresiones de una naturalizada pandemia.
Transformar la educación y no sólo las rutinas escolares, nos urge. La educación en derechos humanos constituye la concreta realización del derecho a la educación y llevamos demasiado tiempo sin que le otorguemos lugar a ese modo de posicionarnos ante lo educativo. Mucho tiempo al punto que nos fuimos despojando de herramientas para pensar lo que somos y cómo querríamos vivir de un modo más compasivo con la dignidad de lo humano.
Una educación que nos habilite a dejar de naturalizar violencias e injusticias, ejecuciones y desapariciones de campesinos e indígenas, clientelismo político como modo obvio de acceder a recursos públicos; una educación que perturbe profundamente la idea (que lleva más de cuatro décadas) de que el fin de la educación es adaptarnos a las exigencias del mercado. Exigencias que pueden resultar cruelmente criminales, tal como lo experimentaron las personas en Bérgamo, Italia. Alli, la patronal vinculada al polo industrial presionó y evitó que se declarara zona roja como respuesta preventiva al COVID19 y eso derivó en un catastrófico costo en vidas humanas.
Precisamos, por tanto, de una transformación educativa que nos abra espacios de conversación que deriven en pequeños y grandes gestos de abrazar la vida. Y esa tarea no es sólo responsabilidad única del MEC, que sí requiere dejar de ser una institución galpón donde como sociedad arrojamos todo lo que el Estado fue dejando de hacer en términos de garantías de derechos.